Vuelta a casa


Miró al ejército de gatos “atrae fortuna”. Los observó detenidamente. Los separaba solamente un vidrio que, de haber sido invierno, se hubiera empañado por la cercanía de su respiración. Todos dorados y a destiempo movían su pata izquierda en señal de buen augurio. Ella cerró los ojos como buscando una bendición. Los abrió y se decidió a seguir su camino. Se dedicó a avanzar jugando a pisar las líneas de división de las baldosas hasta que un grupo de hojas secas, que delataba la llegada del otoño, desvió su atención. Manteniendo las manos en los bolsillos de su campera de jean se acercó disimuladamente, tratando de desviarse lo mínimo e indispensable de su camino. Se frenó en su comienzo (o su fin, depende de dónde se lo mire). Observó con detalle cada una de las hojas que descansaban en ese pilón. Había de varias formas y distintos tonos, algunas amarillas, otras bordó y unas pocas verdes ahogadas en un tumulto que parecían querer evitar. Inhaló y retomó su caminata empujando suavemente toda esa pila de recuerdos emanados por los árboles cuando los días comienzan a reducir su duración. Escuchó con detenimiento la música que el otoño componía hasta que llegó al final (o su comienzo, depende de dónde se lo mire). A unos pocos centímetros de la esquina dónde, el  semáforo indeciso, regalaba un rojo furioso junto a un verde esperanza mientras el amarillo brillaba por su ausencia. Al menos en esa esquina de la ciudad dos compartían dudas, ella y él. Él que sin dudarlo eligió el verde mientras que ella escudándose en su inseguridad prefirió el rojo, parece que combina con el color de su pelo. Tras este leve desencuentro de esquina, ella siguió su camino, lamentando el rojo de unos metros atrás. Él erguido y firme cumpliendo, como siempre, con su función sin importar cuantos lo miren brillar.

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