Nunca
imaginé que iba a encontrarme en una situación de este tipo. Todavía lo
recuerdo, caliente entre mis manos, tras un arrebato de lo que algunos
consideraron locura y yo, consideré razón.
La
maestra miró en la fila y la eligió a ella. Otra vez. Ya era como la
quinquagésima vez que le tocaba. Allí, con la señorita sonriendo bajaron la
bandera, mientras nosotros, el resto de los mortales, recitaba: “Bandera de
la patria, celeste y blanca, símbolo de la unión y de la fuerza...” Pasaron
caminando por el largo pasillo y entraron a la dirección para dejarla doblada,
con el sol para arriba. Una vez en todo el año, había ido yo.
Nos
despedimos hasta mañana y me dispuse a esperar a mi mamá sentada en el cordón
de la vereda, tras un auto verde. Mientras buscaba el cuaderno de
comunicaciones, me pinchó. Ahí estaba. Rosa y con una punta plateada que
parecía encandilar. Imaginé que por ser un útil escolar no podía generar
mayores daños que un llanto adjudicado a una mala nota o un olvido indebido.
No, no quise causar daño, aunque no creo que se pueda premeditar.
Miré
a mis costados y recordé el auto verde de la maestra. Así que me desplacé unos
centímetros y despacito clavé la punta en la llanta, una y otra vez.
Quinquagésimas veces. Incluso llegué a escuchar el ruidito del aire cuando se
escapaba.
Fue
la primera vez que rogaba que mi mamá no llegara. Quería ver la cara de
Beatriz. Quería ver su enojo. Quería que compartieramos el enojo.
Llegó
el momento. Salió la maestra pero con mi mamá. Ambas muy sonrientes. Se acercan
a mi. Me paro, mientras tiro la prueba del delito en la mochila y la cierro. Mi
mamá me abraza, me da un beso y me dice: “Vamos, subite a tu nuevo auto”.
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