Salió corriendo tras dar un portazo. Bajo las escaleras y sin sentir siquiera el filo de cada escalón en su talón desnudo, llegó a la calle. Las lágrimas que caían de sus ojos, eran como la lluvia en el invierno, las que al tocar su piel roja de la rabia expelían la humedad contenida.
El colectivo pasaba exhumando un humo gris, cuyo perfume contaminó sus pulmones y obligó toser varias veces, como buscando eliminar aquello que lo molestaba internamente. Sólo el humo pudo sacar, porque en lo que respecta a las penas parecían tatuadas en su corazón.
Empezó a caminar por la vereda, sintiendo cada una de las baldosas que pisaba. Cada paso era un quitapenas. Las lágrimas comenzaban a secarse con el viento cálido de esa primavera. Sin embargo, el dolor y la rabia seguían mezcladas, no sólo en su corazón ahora también en su cabeza donde buscaba una explicación para todo esto.
Llegó a esa esquina. Ese lugar que alguna vez considero mágico. Donde ocurrió ese encuentro furtivo y casual que habría de cambiarle la vida por siempre. Aquella tarde donde el destino tiró las cartas y determinó ese cruce. Un cruce de miradas, un azul profundo como el mar al mediodía y un marrón penetrante como la corteza de un árbol en primavera que dieron origen a un paisaje celestial. Ese mismo paisaje que hoy lo llevaba a un lugar dónde sólo una desdicha tan grande como sólo el desamor te puede llevar. Se sentó en el escalón de la casa vecina a llorar. Pareciera que la calma llegaba con el caminar, por ello tras descansar y vaciar sus lagrimales volvió a caminar.
Levantó su cabeza y sintió que el mundo dio una vuelta. Que esa esquina estaba en otro espacio, como del otro lado del espejo. Ahora veía las cosas con menos calma. Todo era más difuso y menos real. Aceleró el paso hasta llegar al primer semáforo en el cual encontró sus colores más brillantes, como si millones de estrellas se hubieran concentrado en ese muñeco para mostrarle el camino. Esperó los 40 segundos, los que parecieron días. Prestó atención nuevamente a un colectivo que pasó, también exhumó esa combinación de gases, pero esta vez el olor no provocó la reacción de sus pulmones. Simplemente se limitó a taparse la nariz. En ese momento notó una mirada en sus delgados pies. Miraba su dedo meñique, enrollado en sí mismo como la persona que día a día sumía su peso sobre su ser.
Otra esquina, esta vez los ojos marrones se cruzaron con unos ojos negros parecían llenos de ira pero a su vez gritaban por un poco de amor. Los ojos negros siguieron su camino, mientras que los marrones se detuvieron observando y descifrando el mensaje que el meñique le daba. De ese lado del espejo las cosas eran como debían ser. La decepción se mantenía, pero con un dejo de resignación y discernimiento. En búsqueda de una razón, al fin la misma parecía haber llegado.
Levantó su cabeza, y comenzó su camino sobre el asfalto caliente por el sol que brillaba exultante sobre su cabeza. Levantó su mirada para saludarlo.
Sólo se escucharon sirenas y el verde chispeaba en el aire, cuando los ojos azules llegaron. Era demasiado tarde. Ese humo gris y ese olor hediondo habían hablado. En otra vida quizás logre comprenderlo. Los ojos marrones al menos lograron borrar su dolor.
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